ESCRIBIR ES ENCONTRARSE


Concordia


Un pájaro cae de su vuelo más alto, las palomas se asientan en la ruta. Gualeyguachen, Villa Elisa, pequeños oasis en la sequedad del silencio, solo perturbado por los benteveos y los urataú. Nuestro destino es Concordia, donde se encuentra la mayor cuenca del río Uruguay. Ese largo río de América del Sur que recibe los pródigos brazos del Paraná. Colonia Santa Ana, Arroyo la China, Colon, Ubajay, la mirada se refresca, retoza en las palmeras que aparecen a los costados de la ruta, semejan pájaros desmechados a punto de levantar vuelo, contrastando con los ejércitos de árboles que la forestación ha alineado. “Todo consiste en dejarse llevar” decía Mastronardi en uno de sus versos. San José, Paysandú, avanzamos por una gigante víbora con la mente suelta y los sentidos desbocados, se escucha el motor del avión de Saint Exupery y unos kilómetros más allá, su voz: “todo ello era simple, silencioso y furtivo como la primera palabra de un secreto”. En Concordia, anochece, las sombras anidan sobre árboles garbosos. Los últimos chirridos de los pájaros se abandonan en la brisa oscura de Playa Nebel.



Taxodium

Navegamos sobre el arroyo La Tinta desde su confluencia con río Paranacito. La expectativa es conocer los cipreses calvos o Taxodium, como le dicen los isleños al único árbol que puede sobrevivir dentro del agua. Sus raíces están dadas vueltas como piernas entrelazadas, dando a luz figuras espectrales alrededor de los troncos de los árboles que, en fila india, pespuntean la orilla del arroyo Sagastume. Esta es la hora en que una ciudad sumergida se refleja idéntica sobre sus márgenes y las garzas con sus alas abiertas, bailan. El río está gordo y el alimento abunda. Nos detenemos por un momento frente a la isla Victoria a escuchar el silencio rasgado por trinos y pasos lejanos de jabalíes y ciervos.
Llegamos al río Uruguay, que se abre en una bandada de gaviotas, navegamos al compás del golpeteo de las olas bajo un sol descarado. Las costas del Uruguay están a la derecha y en un semicírculo plateado la dejamos atrás. Regresamos en silencio. La ciudad de agua se ha dormido.



Victoria

A lo lejos, el manto de la noche ha dejado un retazo extendido sobre el horizonte. Cruzamos el Chajá con su laguna y sus pobladas sombras. Ramilletes de pájaros ascienden desde la orilla de la ruta hacia los cultivos espigados. El gran rey se dirige como una pelota en llamas hacía el arco que forman los cirros.
Ascendemos y descendemos en una sinuosidad que bien pudiera ser el vuelo de un pájaro.
A veces, la belleza es una lengua extranjera cuyos gestos son inaprensibles.
Las palabras se posan en las ramas. Un gran riacho cruza por el noroeste la ciudad de Victoria, empotrada en una loma con sus calles angostas y bocacalles cerradas. Su historia está grabada en el rostro de sus edificios antiguos y en los mohines de su río. En su puerto arrinconado en un extremo del muelle, abundan las pequeñas embarcaciones. Río adentro, los barcos pesqueros arrían con su palo mayor, las nubes.
Veo una placa de bronce en la fachada de un edificio antiguo, junto a otros apellidos resalta uno: Anadon y encuentro los versos de Ligia, leídos alguna vez en la intimidad de “Juguetes como niños”. Más allá encontraré a Muñoz, Carriego, Mastronardi, Ortiz. Y muchas otros más, regresaré a estos lugares, entre sus páginas.
Escribir es encontrarse.
La calle sube hasta el mirador de la Virgen de Fátima y allí como si explotara se abre hacia todos los costados, el país de los árboles. Nuestros ojos echan a volar. El río se ensancha frente a las escalinatas de la costanera y como una víbora se pierde entre el follaje agreste.
Más allá, lo estrangula la mano del hombre. Después vendrá la Abadía del niño Dios, el Monte de los Ombúes, el Cerro de la Matanza.
Algunos sacan fotos, yo me llevo palabras nuevas encontradas entre las hojas de las bandurrias y los cuesillos, cantos de bigua, urataú y las traslado en medio de la noche.
Escribir es transportar.
Ramas de sombras se rinden a los rayos del alba que iluminan como fósforos la ciudad de las cinco colinas.



Punta Rasa

Un hilo verde por el que avanzamos entre médanos y picotazos de sol, que
empalagoso, se nos adhiere al cuerpo. Todo es arena y cielo, suave descenso de
nuestra piel metálica por el sinuoso vivo amarillo oscuro. Tras una elevación de
casi, tres metros, se nos echa a los ojos, el escondido mar. Nos acercamos entre
pequeños saltos e imperceptibles patinadas, dentro del caballo plateado que se
acerca a beber y nos sostiene el viento.


Eva Ruiz