Para un balance
Puse a prueba mil veces mi cabeza
forzándola hasta el cuello en las
junturas donde se acaba el universo
o echándola a rodar hasta el
vértigo azul por el interminable baldío de los cielos.
Impensables los límites;
impensable también la ilimitada inmensidad.
Mi cabeza era entonces un
naufragio dentro de la burbuja de la fiebre,
un trofeo de Dios sobre la
empalizada del destierro,
un hirviente Arcimboldo en la
pica erigida entre mis propios huesos;
y sin embargo urdía pasadizos
secretos hacia las torres de la salvación.
La volví del revés, la puse a
evaporar al sol de la inclemencia,
hasta que se fundió en la menuda
sal de la memoria que es apenas la borra del olvido.
Pero cada región en blanco era un
oleaje más hacia las tierras prometidas.
La arranqué de la luz sólo para
sumirla en extravío en las trampas del tiempo,
sólo para probarle las formas de
la noche y el pensamiento de la disolución
como un ácido ambiguo que
preservara intacta la agonía.
Ha triunfado otra vez contra
hierros y piedras, derrumbes y vacíos.
¿Y acaso no he probado,
bajo ruedas y ruedas de visiones
en llamas que avasallan sin tregua mi lugar,
que aun con el infierno se
acrecen los dominios de esta exigua cabeza?
Jugué mi corazón a la tormenta,
a un remolino de alas insaciables
que llegaban más lejos que todas las fronteras.
Contra la dicha de ojos estancados
donde se ahoga el sueño,
contra desmayos y capitulaciones,
lo jugué hasta el final de la intemperie
a continuo esplendor, a continuo
puñal, a pura pérdida.
Lo estrujaron entre dos trapos
negros, entre cristales rotos,
igual que a una reliquia cuyo
culto exaltara sólo la transgresión y el sacrilegio;
lo desgarró el arcángel de cada
paraíso prometido, con su corte de perros;
la noche del verdugo lo clavó
lado a lado en el cadalso de los desencuentros;
lo escarbaron después con agujas
de hielo, con cucharas hambrientas,
y hallaron en el fondo un pequeño
amuleto:
una gota de azogue que libra a
quien se mira de la expiación y de la muerte.
He convertido así rostros oscuros
en estrellas fijas,
depósitos de polvo en sitios encandilados
como joyas en medio del desierto.
Pueden testimoniar aquellos a los
que amé y me amaron hacia el fin del mundo
-un mundo que no termina ni aun
bajo los tajos de los adioses a mansalva-.
¿Y dónde estará entonces la
derrota de un corazón en ascuas,
alerta para el amor de cada día,
indemne como el Fénix de la desmesura?
Aposté mi destino en cada
encrucijada del azar al misterio mayor,
a esa carta secreta que rozaba
los pies de las altas aventuras en el portal de la leyenda.
Para llegar allí había que pasar
por el fondo del alma;
había que internarse por pantanos
en los que chapotean la muerte y la locura,
por espejismos ávidos como
catacumbas y túneles abiertos a la cerrazón;
había que trasponer fisuras como
heridas que a veces comunican con la eternidad.
No preservé mi casa ni mis ropas
ni mi piel ni mis ojos.
Los expuse a la sanción feroz de
los guardianes en los lindes del mundo,
a cambio de aquel paso más allá
en los abismos del amor,
de un eco de palabras sólo
reconocibles en el abecedario de los sueños
de una inmersión a medias en las
aguas heladas que roen el umbral de la otra orilla.
Si ahora miro hacia atrás,
veo que mis pisadas no dejaron
huellas fosforescentes en la arena.
Mi recorrido es una ráfaga gris
en los desvanes de la niebla,
apenas un reguero de sal bajo la
lluvia, un vuelo entre bandadas extranjeras.
Pero aún estoy aquí, sosteniendo
mi apuesta,
siempre a todo o a nada, siempre
como si fuera el penúltimo día de los siglos.
Tal vez haya ganado por la medida
de la luz que te alumbra,
por la fuerza voraz con que me
absorbe a veces un reino nunca visto y ya vivido,
por la señal de gracia
incomparable que transforma en milagro cada posible pérdida.
El jardín de las delicias
¿Acaso es nada más que una zona
de abismos y volcanes en
plena ebullición, predestinada a
ciegas para las ceremonias de la
especie en esta inexplicable
travesía hacia abajo? ¿O tal vez un
atajo, una emboscada oscura donde
el demonio aspira la inocencia
y sella a sangre y fuego su
condena en la estirpe del alma?¿ O tan
sólo quizás una región marcada
como un cruce de encuentro
y desencuentro entre dos cuerpos
sumisos como soles?
No. Ni vivero de la Perpetuación,
ni fragua del pecado original,
ni trampa del instinto, por más
que un solo viento exasperado
propague a la vez el humo, la
combustión y la ceniza. Ni siquiera
un lugar, aunque se precipite el
firmamento y haya un cielo que
huye, innumerable, como todo
instantáneo paraíso.
A solas, sólo un número insensato,
un pliegue en las membranas
de la ausencia, un relámpago
sepultado en un jardín.
Pero basta el deseo, el
sobresalto del amor, la sirena del
viaje, y entonces es más bien un
nudo tenso en torno al haz de
todos los sentidos y sus múltiples
ramas ramificadas hasta el
árbol de la primera tentación,
hasta el jardín de las delicias y
sus secretas ciencias de extravío
que se expanden de pronto
de la cabeza hasta los pies igual
que una sonrisa, lo mismo
que una red de ansiosos
filamentos arrancados al rayo, la
corriente erizada reptando en
busca del exterminio 0 la salida,
escurriéndose adentro, arrastrada
por esos sortilegios que son
como tentáculos de mar y
arrebatan con vértigo indecible
hasta el fondo del tacto, hasta
el centro sin fin que se desfonda
cayendo hacia lo alto, mientras
pasa y traspasa esa orgánica
noche interrogante de crestas y
de hocicos y bocinas, con
jadeo de bestia fugitiva, con su
flanco azuzado por el látigo
del horizonte inalcanzable, con
sus ojos abiertos al misterio
de la doble tiniebla, derribando
con cada sacudida la nebulosa
maquinaria del planeta, poniendo
en suspensión corolas como
labios, esferas como frutos
palpitantes, burbujas donde late la
espuma de otro mundo, constelaciones
extraídas vivas de su
prado natal, un éxodo de galaxias
semejantes a plumas girando
locamente en el gran aluvión, en
ese torbellino atronador que
ya se precipita por el embudo de
la muerte con todo el universo
en expansión, con todo el
universo en contracción para el parto
del cielo, y hace estallar de
pronto la redoma y dispersa en la
sangre la creación.
El sexo, sí,
más bien una medida:
la mitad del deseo, que es apenas
la mitad del amor.
Olga Orozco, (1929-1999).
"Hechizera de la memoria" la llamó Jorge Boccanera; y definió su poesía "como un extenso collar de preguntas; al frotarlo aparece un relato, es siempre el mismo y es distinto: una niña despierta en medio de una cacería, corre tanteando las ruinas de otro sueño, una sombra le pisa los talones, debe atravesar una puerta, un muro, encontrar un talismán, una clave. Todo es imposible, pero en medio de la búsqueda se escribe el poema; surge a modo de conjuro".
Maria Rosa Lojo en el prólogo de "Repeticion del sueño", Grandes Poetas, escribió: "Olga Orozco es hoy quizá la voz poética argentina que reúne con mayor plenitud tres condiciones no siempre concurrentes: inconfundible originalidad, ímpetu arrasador y perfección verbal".
Esta inmensa poeta, escritora, periodista colaboró en las revistas: Canto, A partir de cero, Sur, Cabalgata, Anales de Buenos Aires, entre otras.
Su obra ha sido traducida a varios idiomas y ha interesado a críticos y estudiosos tanto en la Argentina como en el exterior. Recientemente, ha sido publicada Su Poesía Completa que incluye un libro póstumo con prólogo de Tamara Tamenszain.
Obra poética: Desde lejos (1946), Las muertes (1952), Los juegos peligrosos (1962), Museo salvaje (1974), Veintinueve poemas (1975), Cantos a Berenice (1977), Mutaciones de la realidad (1979), La noche a la deriva (1984), En el revés del cielo (1987) y Con esta boca, en este mundo (1984).
Distinciones: «Primer Premio Municipal de Poesía», «Premio de Honor de la Fundación Argentina» 1971, «Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes», «Premio Esteban Echeverría», «Gran Premio de Honor» de la SADE, «Premio Nacional de Teatro a Pieza Inédita» en 1972, «Premio Nacional de Poesía» en 1988, «Láurea de Poesía de la Universidad de Turín», «Premio Gabriela Mistral» otorgado por la OEA, «Premio de Literatura Latinoamericana Juan Rulfo» 1998.