Carlos Díaz
Loyola (1894-1968), a quien todos conocemos como Pablo de Rokha, nos dejó un 10 de septiembre
de 1968, fue una de las figuras más transgresoras y absolutamente esenciales
de la literatura de Chile, y de la vanguardia latinoamericana.
Su obra rompió con todo lo establecido. De hecho, él mismo llamó a su estilo
"antipoesía", una etiqueta que, curiosamente, más tarde se asociaría
con su gran rival literario, Nicanor Parra, críticos y expertos lo han calificado de "barroco tremendismo"
o incluso de un "yo hipertrofiado".
Mientras otros poetas perseguían la pureza, pulían cada palabra, De Rokha, en cambio, se zambulló de cabeza en todo aquello que muchos tildaban de "anti-poético", con el objetivo de construir su propia "épica social americana", un universo literario sin límites. Obras como *Imprecación a la bestia fascista* (1937); ellas gritaban sus profundas convicciones políticas. Era un hombre comprometido hasta la médula. En 1914 recibe como obsequio un libro titulado Lo que me dijo el silencio firmado por Juana Inés de la Cruz. Al ver el retrato de la poeta, se enamora y viaja para conocerla. Luisa será conocida como Winétt de Rokha.
La importancia de Pablo De Rokha es innegable, fundamentalmente por ser un verdadero pionero, una de
esas primeras voces vanguardistas que resonaron tanto en Chile como en toda
Latinoamérica. Su obra, a pesar de la polémica o el silencio con el que a
menudo la recibían, siempre se adelantó, marcando el camino para muchas
tendencias que luego definirían la poesía. Fue un patriarca cósmico que defendió sus
ideales hasta el último aliento.
Estilo del Fantasma
Ya por añejos vinos,
corre sangre, corren caballos negros, corren sollozos, corre muerte,
y el sol relumbra en materias extrañas.
Sobre el fluir fluyente, abandonado, entre banderas fuertes,
sujeto tu ilusión, como un pájaro rojo,
a la orilla de los dramáticos océanos de números;
y, cuando las viejas águilas,
atardecen tus pupilas de otoño, llenas de pasado guerrero,
y el escorpión del suceder nos troncha la espada,
mi furiosa pasión,
mi soberbia,
mi quemada pasión,
contra “la muerte inmortal”, levantándose, frente a frente,
enarbola sus ámbitos,
la marcha contra la nada, a la vanguardia de aquellos ejércitos tremendos,
en donde relucen las calaveras de los héroes.
Si, el incendio en las últimas cumbres;
guarda las lágrimas en su tinaja el vendimiador de dolores,
y sopla un hálito como trágico,
de tal manera ardido y helado, simultáneamente;
suena el miedo, de ser, entonces.
Encaramados a todos los símbolos,
feas bestias, negras bestias nos arrojan fruta podrida, cocos de tontos y obscuras imágenes hediondas,
y los degeneras de verula,
vestidos de perras,
largan amarga baba de lacayos sobre nosotros;
es, amiga, la familia del mundo,
no, es la flor del estiércol, es la flor, es la flor morada y rabiosa de la burguesía;
pero a la medida que nos empequeñecemos de años y de llantos, para bajar hacia la montaña de abajo,
y la figura de la verdad nos marca la cara,
avanzan hijos e hijas, retozando la historia, derrochando, derramando
grandes copas dulces, y el vino y la miel rosada de la juventud, se les caen
como la risa a la Rusia soviética;
tú y yo nos miramos y envejecemos, porque nos miramos,
y porque el arte patina las cosas,
levantando su ataúd entre individuo e infinito.
Ahora, si nosotros nos derrumbamos,
con todo aquello que nos amamos y nos besamos, mutuamente, cargados de vida,
y en lo cual radicó el honor de la existencia,
va a ser ceniza la figura del sexo y de la lengua y del pecho y del corazón, que ya alumbra,
y en los pies estará todo el peso del mundo,
y ya nos vamos llegando, aproximando a la órbita, llenando de dispersión, colmando sombra,
y tu belleza batalla contra tu belleza…
Emigran las golondrinas desde tu pelo de pueblos;
el tiempo de las cosechas del trigo y el vino
flamea en tu corazón cubierto de huevos de tiempo y manzanas,
Emigran las golondrinas desde tu pelo de pueblos;
el tiempo de las cosechas del trigo y el vino
flamea en tu corazón cubierto de huevos de tiempo y manzanas,
es decir, como tarde, cuando la tarde arrea sus rebaños;
nosotros dos, nosotros, cómo nos morimos, y cómo,
en ti la niña marchita, tan linda,
entristece de dignidad feliz a la mujer hermosa y profunda, como un carro de fuego,
en mí, el adolescente agresivo y estusiasta,
yace en este animal desesperado, con pecho tremendo, que agita la dialéctica;
país de soledad, adentro del cual golpea y revienta el océano,
y es una enorme isla, tan pequeña, que da espanto, y gira rugiendo,
porque dos criaturas están abrazadas;
huele a agua mojada, a paloma amarilla, a novela, a laguna, a vasija de otoño,
y un horizonte de suspiros y sollozos
suspende una gran tormenta sobre las nuestras cabezas;
el pájaro pálido de las hojas cedas
aletea a la ribera de los recuerdos, entre los braseros arrodillados,
y retornan las viejas lámparas del pretérito,
la angustia resplandece, como una virtud, en nosotros,
y el terror de los proletarios abandonados
nos raja el pecho, desde adentro como con fuego tremendo.
Imponente como la popa de un gran barco,
amarillo y espantoso de presencia,
el sol inicia la caída definitiva, tranco a tranco, como el buey de la tarde eterna;
besos de piedra,
todas las máscaras de dios se despluman,
y caen destrozados los penachos;
un ataúd de fuego grita desde el oriente.